jueves, 25 de junio de 2009

ASUMIR EL DOLOR... NO EVADIRLO






Vale la pena tener presente que sólo aquellas personas, familias o sociedades que se atreven a asumir con valor la sanación de los dolores que la vida trae, están destinadas a conocer el más alto grado del amor: la compasión. Aquellos individuos o comunidades que se evaden al sentir el dolor que viene de sus experiencias y crean máscaras y armaduras, están destinados a encontrarse con el vacío, la soledad, la falsedad y el engaño.

Por ejemplo, las niñas y niños que soportan matoneo o “bulling” en las instituciones educativas, evaden el dolor al pensar: “A mí no me importa… eso es porque me tiene envidia y ya”. Al trivializar la situación, aparentemente se sienten superiores, pero pierden la confianza en el mundo y los matones pueden seguir actuando sin mayores consecuencias. Los agresores, a su vez, evaden el dolor al convencerse de que el poder que surge de torturar y discriminar a otros los legítima.
Las víctimas guardan en silencio su dolor cuando creen que si los agresores se enteran de su protesta, la respuesta será la venganza. De esta manera, renuncian a su derecho a ser defendidos y se convierten en cómplices del despotismo y la arbitrariedad que en el mundo adulto adquieren las mil máscaras de la impunidad. Desde la callejera hasta la de los gobiernos, donde la justicia se acomoda a las exigencias de los matones, pasando por el abuso a las mujeres o la dictadura de los poderosos.
¿Hasta cuándo vamos a ignorar que los que se atreven al “bulling”, al abuso, a la estafa o la tiranía, también fueron víctimas de algún matón, que también silenciaron su dolor y que en algún momento de la vida dieron la vuelta y se identificaron con el agresor?
Podemos parar esta cadena sin fin, el día en que seamos capaces de asumir con valor las consecuencias del dolor que causamos a otro y la sanación del dolor que nos generan. En ambas circunstancias es preciso dejar de creer que el castigo y la venganza reparan y, más bien, comprometernos con la construcción de un nuevo modo de convivencia en el que nada justifique silenciar el dolor, agredir o discriminar.
Es decir, convertirnos en autoridades reales, entendiendo que ser autoridad tiene menos que ver con mandar a otros y mucho más con ser el “autor”, el creador de una manera de vivir en la que asumir el dolor recibido y generado requiera de nosotros el ejercicio del más alto grado de amor que un ser humano pueda conocer: la compasión frente a sí mismo y frente al otro.
Publicado originalmente en El Espectador. Más en De Dos Haz Uno