miércoles, 10 de marzo de 2010

Mi Música

Muchas veces mis propias palabras se quedan huérfanas de significado, y no precisamente porque pierdan el sentido al repetirlas como cité en otro post donde rememoraba juegos de mi infancia, es algo más inmediato, es algo que se siente con desazón y tristeza; la palabra se desgasta y ya los receptores se tornan meros compañeros de asentimiento y corroboración, actores que junto a mi participan del enloquecido juego del vacío cultural del día a día. Si, suena crudo, violento, casi un insulto contra la bondad de tantos escritores buenos y también malditos o incomprendidos que hicieron de ellas, de las palabras, un monumento a la belleza expresiva del ser y no ser al volcarlas al papel.

Hago esta reflexión desde un momento de incomunicación verbal, donde la letra es la única que acompasa mi sentir, como la sombra sigue a  mi figura por cualquier camino, una compañía que no exige más que mi corazón palpite a mi mente el acto siguiente y así explotar de los actos cansados de representar significados, esperando siempre paciente el gran protagonista que será ya el rol definitivo de la existencia. Ninguna expresión por compleja me quita el sueño o me sorprende, puedo estacionarme en ella y divagar por sus vericuetos, puedo dormirme y usarla de almohada, y aun así seguir experimentando la agridulce certeza del no diálogo, la terrible soledad del monólogo.

Así, cuando descubro esas palabras, callo. Como Claudio en Últimas Imágenes del Naufragio de Subiela que las tacha hasta que ya no le quede ninguna, porque al llegar ese momento no necesitará más de ellas.

*[Claudio: Voy dejando... lugares libres en mi cabeza para... llenarlos con cosas nuevas.
Roberto: Si seguís tachando palabras un día te vas a quedar mudo.
Claudio: Ese día no necesitaré hablar.]

Y, cuando callo, comienza la música. Desde siempre pensé que a todo el mundo le sucedía. Pensé que las mañanas de la humanidad se poblaban de música acompasada por los rayos del sol que supo ser mi fuente de energía extra cuando exhausto de pasión corría detrás de los sueños. Hoy esos sueños soy yo mismo y la música sigue, lo que persigo tal vez sea como el final del arco iris que a medida que avanzas siempre está a la vuelta de la esquina, como el futuro, esa ilusión que te venden cuando eres joven para que vayas a por ello como a por la última novedad tecnológica, el centro prometedor de cualquier ciudad de neones y cowboys de medianoche.

Pero la música, ese lenguaje que entienden hasta las estrellas de Sagan, sigue sonando cuando callo, se despierta conmigo después de morar en mis sueños, e irrumpe con cálido desparpajo en cualquier conversación trivial acompañando el contexto de una aseveración, apoyando la mirada inquisidora de mi interlocutor y yuxtaponiéndose entre los pliegues de mi realidad. Esa música que templa mi espíritu puede estar incluso en los ambientes más prosaicos y menos favorables para su ejecución, en una negociación laboral o en un día sin esperanza. Como en la canción para los días de la vida del Flaco, mi duende se abre para que nadie me quite mis canciones porque el silencio sabría a final y la música nunca debe dejar de sonar. Ese refugio de mi mente y gozo de mi corazón que pasa a través de mi vivificando las fibras de mi ser me asegura estar a través del sonido.

La primera vez que ‘vi’ un sonido fueron los de las guitarras de Pink Floyd en Dark Side of The Moon, abrazado a la locura de aquellos años llenos de música en Brasil. Pero sentirlo creo que fue desde siempre. Quiero que la música siga sonando para que mis silencios no pierdan su sentido.

LPL'10


*Extracto de los diálogos del film  ‘Ultimas Imágenes del Naufragio’ – 1990 - de Eliseo Subiela
Imagen: Kandinsky, Composición VII

miércoles, 3 de marzo de 2010

De la malaria y la otra ‘malaria’




En el instante del desfallecimiento intuí que solo me quedaba un sentido, el de la vida y la muerte. Si hace poco más de diez años mi claro impulso fue sobrevivir a la malaria, es evidente que debo hacer algo más en esta dimensión de mi vida, que aun me queda camino y esta experiencia ha sido el acicate para seguir vivo con más conciencia de estarlo.

Por ello hoy celebro ser consciente que a ese algo más vamos a llegar con todos los que amamos y no sumiéndonos en el ostracismo fatalista del que reniega del mundo.

La malaria me sobrevino de improviso como todas las cosas que cambian tu vida, después de un viaje profesional a Costa de Marfil con colegas en el cual fui el único elegido por un anopheles portador del plasmodium falciparum, el más letal de los protozoos parásitos con un índice del 90% de mortalidad. O sea que, poder contarlo me hace un afortunado valedor de ese 10% que sobrevive a tan formidable invasor del cuerpo humano.

Y el desfallecimiento en estos tiempos se da con todas las intensidades posibles, y nos obliga a elegir constantemente, hablo de los que sufren con mayor, menor, grave intensidad. De los que pierden la esperanza por un trabajo arrebatado sin recompensa alguna, por un afecto que deja esta vida, por el desengaño del futuro que nunca llega, por el día a día cada vez más denso y opaco, por las catástrofes ajenas y propias, por el vacío de la existencia...

Esta es la otra malaria, la malaria del lunfardo porteño, la mala racha, el paro, la falta de trabajo y por ende, de dinero, la inseguridad ciudadana (sic) ergo paranoia urbana, la malaria que otrora perteneciera al llamado tercer mundo que paradójicamente también es occidente (nunca supe donde estaba realmente ese tercer mundo si bien, teóricamente, he nacido en él), ahora se ha cebado con el planeta.  El sistema colapsa por nosotros mismos, por nuestra civilización.

Cualquiera que viaje un poco, comprobará que para algunos aun subidos en  las mieles del sistema, la malaria es una cosa muy distinta para el campesino que le ha usurpado su tierra la misma multinacional para la que trabaja el satisfecho empleado de la urbe. Que sobrevivir no siempre es sinónimo de infelicidad, que una comida frugal en buena compañía puede ser una fiesta mucho más vívida que una degustación en presencia del más prestigioso chef del momento. Que muchas veces dar es más satisfactorio que recibir, aun en la peor de la situaciones. En etapas extremas de mi vida he sido ayudado por gentes infinitamente pobres que me dieron lo poco que tenían para saciar mi hambre (he dicho bien, hambre no apetito) y pude experimentar su alegría al dar.

La malaria que debemos desterrar, es la del espíritu, esa que no nos deja mirar al otro desde otra perspectiva y ejercitar la mirada que no distingue entre razas ni cultura, la mirada sin miedo a lo diferente para poder aprender y aprehender lo distinto. Esto nos hará más ricos y más preparados para afrontar tiempos inéditos, tiempos en los que los viejos paradigmas han dejado paso a un nuevo mundo donde está todo por hacer, todo por reinventarse. La ofuscación  de los sentidos no nos deja ver que siempre, siempre hay una salida que nos redime y en el más inesperado momento una mano tendida. No hay que dejar que nos pueda una realidad que muchas veces no es tal. Mirar el día como una oportunidad nos permitirá hacer algo distinto y esto solo ocurre cuando dejamos de compadecernos y agradecemos lo mucho que tenemos y lo afortunado que somos de poder apreciarlo.

 Lpl'10


*Ilustracion de M.Escher para la tapa de Invisible (1974)