sábado, 30 de agosto de 2008

Transportes El Mosquito (Agosto 1995)



Longchamps, fin del verano 1969:
Yo conocía a Héctor, conocía los paraísos del campo de enfrente; sabía el lenguaje de la araña de culo verde que vivía en mi ligustro, solo atravesar su fina tela y provocar su cautelosa aparición para disipar un mar de dudas. Todas sus vecinas eran iguales. En mis cuarenta y cinco metros de fondo, toda la extensión de mi casa, eran las hectáreas de mi mente, podían ocurrir muchas cosas y nada a la vez. Mis camiones Duravit más la flota de apoyo formada por dos estupendos y multicolores transportes de coches de plástico Baltasar, esperaban en los galpones de Transportes El Mosquito. El día era aciago, Héctor acababa de mear en el café con leche de su hermana por lo que la única comunicación posible era un discreto silbido de ‘estoy aquí, aunque castigado’. Vivíamos terreno de por medio, terreno de un misterioso tío gordo que aparecía de vez en cuando en un Fiat Spider, con nuestra admiración por ‘La Maquina’ de bienvenida. Ponía a trabajar a todo el mundo para cortar los pastos que nuestros botines de fútbol no habían aplastado.

Otra vez el silbido, está más animado, seguro que se mandará otra, yo a lo mío. El Mercedes 1112 ronronea de felicidad y asoma su trompa de perro sabueso, con su cara de bueno; es el rojo, claro, su gemelo amarillo siempre está en tareas de apoyo. Es un buen camión, pero una de sus dobles ruedas traseras baila un poco haciendo riesgoso el transporte de mucha carga. Adelanto el rojo y comienzo la revisión previa, rutina para enfrentar confiadamente cualquier trabajo por rudo que fuera. Presión de neumáticos, combustible, amortiguadores, embrague, etc. Como colectivo de pasajeros rinden muchísimo, pero como camiones de carga, mucho más. Al menos eso le escuché decir al chofer de la línea San Vicente de las 06.20 de la mañana. Hablaba con un sereno que iba en el primer asiento de vuelta a casa con más ganas de dormir que de entretener al conductor infringiendo la norma.

Tampoco descuido recordar la exactitud con que el chofer pasaba los cambios, primera “¿de cuanto?!! – Escolar- “, segunda, “Pibe, vo’ tené má de doce, te puedo hacer…”, tercera, “…la última sesión, te puedo”, y a la cuarta no llegaba porque ya por el Vivero Ibáñez le hacían seña otros pasajeros, mientras el chofer amedrentaba al estudiante con inspecciones y que la próxima vez…., yo ya había pasado por experiencias aterradoras a bordo de estos transportes atemporales y mágicos, lo recordé en la cara del pibe ‘infractor’ con guardapolvo blanco, de pie, firme detrás del asiento del chofer mientras este le echaba una mirada torva prohibiéndole tácitamente cambiar su rostro culpable.

Héctor no saldrá hasta el atardecer, así que continuo comprobando la flota mientras los destellos del sol eclipsados en verde por la parra, dan un movimiento frenético al patio de la insigne y pujante Transportes El Mosquito.

martes, 26 de agosto de 2008

El Río (Enero 2003)


Aunque no vuelva a pisar el barro del Río de la Plata, siempre sentiré su sensación en mis pies, aunque vuelva, siempre sentiré tus olores, siempre amaré tu recuerdo.

Esta melancolía que me persigue solo puede ser fruto de tu inmensidad, que lo abarca todo por haber nacido bajo tu cielo, Buenos Aires.

Y aunque siempre estas lejos y a veces ausente, sé que estás ahí porque te has quedado un pedazo de mi.

Y aunque no vuelva, siempre estarás en mi, y aunque parezca olvidarte, son ensayos de mi alma que juega a decirte ‘no’.

Hotel de Inmigrantes

domingo, 3 de agosto de 2008

Volar (1993)


Sé bastante de algunas cosas, se un poco de muchísimas, tal vez demasiadas cosas. Muchas de ellas las aprendí por y para los demás, sin ningún victimismo pero reconociendo lo que no fui en su momento (y creía que era).

Hace un tiempo me sentí frustrado, se me acabó aquella tapadera ambiental, el cambio se hizo conmigo, estaba en otro lugar y nada era lo que parecía, solo yo con mis bártulos mentales que vuelco de vez en cuando, unas veces más afortunadamente que otras.
¿Porqué este planteo repentino a la imperfección, insatisfacción?
Es que aminorando las vertiginosas proyecciones de tu cerebro, del mío en este caso, viendo la multitud de momentos en los que describes ondas desde la esencia misma del ser, y soy yo o tú por empatía, siento que es posible volar, que es posible construir el hoy sin fin.
Pero no me conformo y quiero ser más sabio, quiero ser más justo, y muchas veces siento que no lo logro.
Pero hay otras veces, pocas, pero las hay en que siento rozar la perfección imperfecta, que siento el placer de evolucionar y convertirme en otra cosa aun siendo yo. Es como la inexplicable creación de la naturaleza, bella, fuerte, presente en todo, palpable más allá de la muerte.

La Ambulancia (1993)


Un buen amigo mío dice, y con mucha razón, que si tuviera que escribir lo que piensa, en él habría de ser el discernimiento último, porque lo dicho son solo palabras, hojarasca a merced de los vientos del tiempo y lo escrito no hay Dios que lo borre aún destruyendo el lugar de tal testimonio.

Pero en contra de tan respetable concepto quiero tener mis estados, mis desvaríos, mis broncas y mis descargas en esta rudimentaria forma de expresión.
Antes de la demencia, del caos de mis indecisas venas, del rito de entrega a las realidades del hombre, en pos de conseguir vislumbrar mis formas, he de contarles lo que, casi sin darme cuenta me ha pasado.

Nací un día como jugando bajo las ruedas embarradas de una ambulancia de juguete; como jugando pero de verdad, con edad indefinida y con heridas provocadas por la misma ambulancia que me vio nacer. Tuve que ser llevado con urgencia a sanar mágicamente al hospital de debajo de la escalera. El sitio donde solía esconderse mi salvador, mi salvador de tres años, conductor de la ambulancia, a quien hube de jurar eterna amistad.

Esta amistad me posibilitó crecer y estar hoy aquí, presente de cuerpo y alma.

He seguido cada paso de mi precoz salvador, aun en su más desoladora adolescencia que luego descubrí, era la mía; pero ¿Quién era yo realmente?, ¿era un deseo inconsciente, era una realidad? y ¿quién era el, mi salvador, mi artífice, mi mentor, quién era?...

Hoy formo parte de sus recuerdos, de su vida, y son, ocasionalmente, sus hijos quienes juegan a rescatarme de inciertos peligros. Y así, jugando, ya soy él con mil formas.

sábado, 2 de agosto de 2008

Violencia en el Parque (Rivadavia)













Como materia repartida aleatoriamente por el éter mis recuerdos van configurando el mapa de confusos e intensos estados, donde todo estaba presente y todo iba a dejar de pertenecerme. Eran tiempos de cambios, mamá se había ido y sentía la culpa de no haberla llorado.

No tuve más remedio que irme o dejarme llevar por las olas de sensatez de los adultos que me rodeaban, aunque asistía un tanto contrariado a las disputas y/o repartos que se hacían de mi persona. Hasta terminar en Paraná, provincia de Entre Ríos, algo muy cercano al círculo concéntrico de los avatares de mi madre, que ahora con el paso de los años va devolviendo recuerdos.

Pero el tapiz de los últimos años con mamá, los cálidos veranos de Gessel y mi lujuriosa adolescencia, tornan confusos los tiempos en que todo sucedió, donde alguna vez existió una familia que yo pensaba como única a pesar de las nebulosas de mis primeros años. De los recuerdos del silencio.
Es la primera vez que asumo la etapa del íntimo silencio de mamá en un escrito, porque incluso el pensamiento se me antojó esquivo a la hora de recrear esos años, solo aparecía de vez en cuando el pequeño Luisito y sus anécdotas más infantiles para acabar en un pensamiento de desasosiego, ¿quién soy, de quien soy?

Intento poner en orden las ideas para poder ser objetivo, quitar la gran pátina de fantasía del entorno y la época, mientras escucho a Pescado: “las uvas viejas de un amor en el placard, son estas cosas que te están amortajando”.

Había una curva donde comencé a reunirme con la barra cuando los juegos de la puerta de casa al atardecer dejaron paso a las reuniones con las chicas, asaltos y cumpleaños, para finalmente adquirir la calidad suficiente para ser aceptado por los cancheros de más edad, los que fumaban en las esquinas y ya iban a los bailes. Desertores escolares reivindicadores del laburo fácil, mentores del piropo erótico rayano en lo soez. Pero grandes personajes. A través de ellos tenía acceso a sitios a los que solo no podía ir. Las mieles de los amigos de la infancia que ya tocaba a su fin se antojaban lejanas y superfluas, toda la ilusión de los frutales y los grandes campos se fueron con mamá. En la radio sonaba Sandro con ‘Penas’ y Aquelarre con ‘Violencia en el Parque’. Intentaba identificarme con todo aquello que superaba las fronteras de mi presente, proyectándome en un futuro de fantasía, las mentes oxidadas de los que escuchaban música complaciente eran blanco de mis críticas intelectuales, mientras había cosas más importantes por las que preocuparse, sobrevivir era una de ellas. Las pasiones fluctuaban entre la adolescencia inacabada y el poder de la música que lo llenaba todo, mientras que un miedo incognoscible por la situación de aquellos años daba el ingrediente de riesgo. En varias ocasiones enfrenté la realidad de sentir que la vida no valía nada y podía irme de este mundo con suma facilidad, pero todos mis sueños infantiles seguían intactos como para preservarme de tomar caminos de destrucción o por lo menos completarlos con final y epílogo.

En esta curva desgajé mis sueños más locos desde la heladería Pichacho, donde la Gorda y Ratón nos arropaban como semillas musicales a ritmo de Zepellin, Crimson o Pescado, desafíos de flipper y zapadas improvisadas donde el mundo era música y que pasara después poco importaba.

LPL'08