martes, 21 de julio de 2009

COLORADOS






Cuando empecé a fumar, mi primer cigarrillo fue un Colorado; aun puedo recordar el suave aroma de la combustión exacta como acostumbraba llamarla. Me enganché en la secundaría, en el club que se organizaba en los baños. Se urdían las más ingeniosas artimañas para dispensar el faso en las inspecciones periódicas, el denso humo siempre cantaba. Realmente yo no lograba animarme a fumar en el baño, siempre terminaba haciéndolo afuera del cole. El exhibicionismo típico de la edad no me duró mucho, creo que lo desarrollaba en otros aspectos como el sexo por ejemplo. Al tiempo, compraba mi propio paquete de Colorado y lo escondía celosamente en un campo de mandarinas, bien aislado por plásticos y enterrado en una vieja caja de lata, bajo tierra.

Mi placer era vespertino y privado, y no todos los días. Me iba al campo de mandarinas al atardecer, mientras en los parlantes del Club Social y Deportivo de Parque Rivadavia, José Larralde desgranaba su prosa telúrico-gauchesca de hijo guacho y lecciones que da la vida. En los alrededores de ese mismo campo, tuve mis primeras citas serias, puesto de punta en blanco para caminar apenas unas cuadras buscando el amor. Se llamaba Elvira.

Y el cigarrillo, ese compañero que hoy denostan y prohíben todo lo que pueden los gobiernos en aras de la salud, me sirvió de mil formas a lo largo del camino, moneda de cambio en las circunstancias más extremas, cura casera del aire en el cogote, contador de tiempo en las estrategias barriales, testigo de los secretos más inconfesables, de las tensas esperas, de las esquinas en penumbra, de los experimentos de todo tipo, de la chamanería del Ekeko que se lo fumaba sin chistar y de una.

En aquellos días tener un faso era un capital, al menos es lo que sentí en ciertas ocasiones, cuando rodaba la calle y era muy común pedir un faso. En Brasil, donde los Pivetes do cafesinho los vendían por unidades para degustar el café e cigarro aí era la fortuna callejera. La combinación perfecta del que vaga, vaguea, o se deja llevar por los caminos.

Mi viejo fumaba Cliffton, marcas desaparecidas ya, Saratoga, Imparciales, tantas otras que eran motivo del corto paseo a comprarlos mandado por los adultos. Qué fácil era entretenerse en esas incursiones fuera de programa. Otra vez los ámbitos por explorar aunque se haya pasado mil veces por ellos; el detalle de un día diferente podía recrear un momento nuevo. La vez que fui pillado infraganti por mi viejo fue un episodio que recuerdo muy bien, marcó un hito. Lejos de recibir la paliza a la que me había acostumbrado solo supo quedarse sin gesto como si le hubiese abandonado el instinto de sus convicciones de cómo se debía educar a un chico. Mi total indefensión y miedo se quedó en un estupor e incomprensión, mientras no sabía que hacer con el cigarro en la mano. Los que siguieron fueron días de expectación por el castigo que nunca llegó. Paradojas de mi corta e intensa adolescencia.

Mi padrino fumaba Kent 100mm, eso era categoría. Su perfil intelectual de profesor sesudo e inflexible le confería a la elección de dicha marca un status aparte. Los Commander formaron parte también de sus preferencias pero era el Kent los que más perduran en mi memoria. La asiduidad de su fumar hacía que anduviera siempre con varios paquetes y que su dedo índice tuviera una leve pátina amarilla. No había lectura sin cenicero ni consejos sin cortina de humo, esto último nada que ver con la ocultación que sugiere, ya que abrió mi adolescente cabeza a aspectos que para nada estaban presentes en mi entorno inmediato. Mi primer libro de historia del arte fue regalo suyo así como mi primer concierto de música clásica, elementos que sutilmente expandieron mis sueños a tiempos en que la civilización tal como la conocemos tenía comienzo; el futuro me habría de llevar por otros caminos, pero las huellas de sus enseñanzas en torno a un Kent 100mm han estado siempre presentes en mi vida.

En las tardes que se juntaban con las noches, el faso aparecía encastrado entre las cuerdas del diapasón de mi guitarra. No sé a quien se lo ví primero, tal vez a un violero zarpado de la curva Rivadavia o al legendario Pichacho, personaje que a veces me pregunto si realmente existió. Venía los fines de semana desde la capital a tocar con otros monstruos en improvisadas zapadas, donde siempre había un plomo que pedía una pitada. Por aquel entonces mi ferviente atracción se concentraba en la música y mi eterno despertar sexual, así que en aquellas sesiones de puro rock yo no fumaba, ese ritual formaba parte de mi intimidad, de mi campo de mandarinas, de cuando empecé a fumar Colorados.

LPL’09